miércoles, 27 de julio de 2011

Nora Coria-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2011

MIRADAS DE SAL
“Cielo arriba de Jujuy, camino a la Puna me voy a cantar”
M. J. Castilla


Toma la ruta 52. Deja Purmamarca con la ilusión de que las Salinas
Grandes, que lo convocaron desde una revista, lo deslumbren cuando las
conozca verdaderamente, en todo su esplendor. Algo leyó sobre el trabajo en
las minas de sal y no estaría de más ver qué hace allí esa gente.
Va como siempre, en plan de turista independiente. Auto alquilado,
cámara fotográfica, mapa rutero, y unos llamativos pero inútiles folletos. Un
paisaje surrealista espera a quien allí se encamina, y unos ojos mucho más
profundos que los pozos en la sal confían en encontrarse con los suyos.
Transita la Cuesta de Lipán superando con entusiasmo cada repecho,
ignorante del intenso e inmenso paso que acaba de dar. Atrás queda la
Quebrada de Humahuaca y en ella custodiados los colores. Ha perdido el
abrigo de los cerros y el cielo lo abarca todo. Observa con fascinación las
sutiles ondulaciones aceitunadas y se admira por el dibujo que las infinitas
curvas de asfalto van diseñando. A pesar de la felicidad que le produce creer
que está más cerca del sol, le falta el aire. Cuando alcanza el Abra del
Potrerillo advierte, a poco más de cuatro mil metros, que esas alturas no son
para cualquiera. Próximo a destino, avanza por la ruta que como un tajo parte
la salina. Se apresura buscando infructuosamente lo que espera encontrar.
Quería alucinarse con la rareza de un desierto de sal y caminar por una
llanura blanca, seca, agrietada; sabía que podría apreciar a lo lejos el nevado
de Chañi y pensaba tomar las mejores instantáneas. Con eso y con un cielo sin
nubes, sencillamente con eso, pretendía volver satisfecho de la aventura. Es
imposible. Las salinas y su gente son parte de la Puna y en esa inmensidad no
hay espacio para la trivialidad; allí lo intrascendente se desvanece. Tampoco ve
un socavón como suponía, sino muchos pozos rectangulares, cavados a cielo
abierto, simétricamente dispuestos sobre el desierto, con agua cristalina sobre
el fondo salado, inmaculadamente blanco… como reservorios de lágrimas.
Mientras prospera su quimera y comienza a recorrer a pie la salina, se
da cuenta de que su imaginación nunca hubiera sido suficiente. El contraste
celeste y perfecto del cielo limpio con el llano nacarado es una fiesta, y el sol es
un enemigo, candente pero deseado, en la alturas heladas del Altiplano.
La mirada no le alcanza para vivir el espectáculo, precisa aplicar todos
los sentidos… Rasga el suelo, consigue tomar un terrón, lo huele, lo desgrana
y lo saborea con avidez, pero se estremece cuando siente en la boca cierta
amargura después de tragar la sal. Recuerda que allí mismo, en ese paraje
inhóspito, durmió por siglos la momia de un niño inca…Acaso sus padres
ignoraron que la impertinencia de la ciencia irrumpiría en el destino sagrado de
la criatura y la reduciría a datos de museo… Sin embargo no es esa historia lo
que le produce una fuerte conmoción al visitante. Él sabe que está en las
profundidades de lo que fuera una gran laguna y aprecia el crujido de sus
pisadas sobre las grietas del blanco e inmenso desierto de sal. El viajero
intuye, muy próximo, el impacto. Tiene la certeza de llegar hasta lo más hondo
de las Salinas Grandes. Desde que dejó el auto al borde de la ruta, nunca
detuvo el paso. Camina cautivado por un horizonte desolador, con mínimas
tonalidades. Blanco, celeste, gris. El sol abrasa y todo es sal. Blanco, blanco,
blanco… No hay pueblo, no hay casas, no hay nada. Desierto, sal, socavones
que son hendiduras cavadas con mucho esfuerzo, con precarias herramientas
en un suelo calcificado. Observa que no muy lejos hay gente, otros hombres…
Camina, se acerca, quiere ver.
El viento de Los Andes le descorre el velo y sucede el hallazgo. Blanco,
blanco, blanco… Sus ojos se diluyen en otros ojos y él, que se conformaría
simplemente con un paisaje nuevo atrapado en una foto, habita,
inesperadamente, en otro plano de la realidad. Acaba de encontrarse con los
ojos sin rostro de los hombres de sal.
Han llegado recién iniciado el día. Desde lejos, por pendientes, durante
horas, en bicicleta o a pie. Han trabajado desde temprano y le han quitado al
desierto, mano a mano, lo que la ciudad necesita. Han vencido la intemperie
buscando los grandes panes de sal que en otros sitios esperan. Eso es el
socavón en el desierto de sal: prolijas zanjas de lágrimas. Él, que ha llegado
hasta allí convencido de ser un viajero más, mira, vuelve a mirar y por fin puede
ver. Allí están, después de la larga jornada, siguen trabajando. Ahora ofrecen
su obra nacarada. Son llamitas, son cardones, son chakanas1, son pequeñas
estatuillas… son dulces recuerdos de sal que los turistas compran por pocos
pesos.
Allí están, dueños de la llanura estéril, cercados por un cielo inexplicable.
Enmascarados, cubiertos rostros y cabellos por un pasamontañas negro como
amparo cotidiano frente al sol, el viento, el salitre que penetra hasta la sangre.
A cielo abierto, sin barbijo, asumiendo el polvillo de sal que corroe los
pulmones. Enmascarados. A cielo abierto, sin justicia ni resguardo decente
bajo un sol que no perdona y lacera la piel día tras día. Enmascarados. Oyendo
un viento que no sabe de susurros, soportando el frío intenso de La Puna, sin
abrigo adecuado.
Allí están, enmascarados como un extraño comando. Como exóticos
activistas. Cabeza y manos mal protegidas. Artesanos clandestinos. Militantes
de la sal. Guerrilleros del arte. En tanto esculpen figurillas en bloques que le
arrancan al desierto, graban para siempre su imagen con líneas firmes en el
alma del que acaba de llegar y comienza a comprender.
Es entonces cuando surge la paradoja: se comprende por incapacidad.
Se comprende porque no se tiene la astucia de los poderosos para eludir el
latigazo de esas vidas hechas de sal. Se comprende porque se conoce el sabor
de la sal en el llanto que se ha sorbido, en la aspereza repentina en la piel y en
los pulmones que se opacan por el salitre que ronda. Se comprende porque
uno no ha nacido para la ambición y el egoísmo. Se comprende porque uno es
incapaz de ofender a la Tierra y evadir aquellos ojos sin rostro.
Durante segundos interminables, quien llegó como turista, descifró el
silencio de los hombres de sal. Ahora sabe que hay miradas que el azar no
cruza. Se ha visto a sí mismo en los ojos oscuros y profundos de un rostro
oculto tras un pasamontañas de lana de llama, negro y raído.
Ahora sabe que ya es tiempo de hacer algo.


1 Chakana: llamada comúnmente cruz andina (inspirada en la constelación Cruz del sur, base
de la cosmovisión Inca)

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